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Breve relato histórico de cómo se formó el primer "capitalismo de amigos"

El hoy llamado "capitalismo de amigos" es moneda corriente en la economía mundial, aunque en países como el nuestro no siempre sirva para la acumulación genuina de capital (y menos de amistad). Sus orígenes en la Argentina están registrados —como el de tantas otras adaptaciones vernáculas al llamado Primer Mundo— en el lado B de la historia.

El hecho transcurre en 1953. Charles Erwin Wilson, por entonces el número uno de la General Motors, es designado Secretario de Defensa por el flamante presidente norteamericano, Dwight Eisenhower.

El nombramiento no pasó desapercibido. Wilson debió comparecer ante el Senate Armed Services Committee, donde se le preguntó sobre la compatibilidad entre ambos cargos. “Durante años pensé que lo que era bueno para el país era bueno para General Motors y viceversa", contestó.

Los años y las turbulencias financieras se encargaron de confirmar los dichos del funcionario polirrubro; aunque no siempre en un mismo sentido, ya que todo lo malo de GM lo ha sido, también, para el pueblo de los Estados Unidos.

La teoría de Wilson

En realidad, Wilson no hizo más que confirmar una ley de la historiografía científica. Esto es, que el Estado, en toda época y lugar, se ajusta a los requerimientos de las clases sociales y sectores que hegemonizan el proceso económico en cada instancia histórica.

Y para que tal hegemonía se mantenga, las mayorías populares deben estar integradas —con mejoras relativas a su standard de vida— al proceso de acumulación del grupo dominante.

Cuando esta relación entra en crisis, aparecen los problemas.

Esto fue, a grandes rasgos, lo que ocurrió en la Argentina de los ’50. Tras varios años de prosperidad y proteccionismo, la fracción más concentrada de la burguesía industrial colisionó con sus vecinos, de los pisos de abajo, en el edificio interclasista administrado por el peronismo gobernante. Lo cual ocasionó una compleja crisis de hegemonía y su correspondiente quiebre institucional.

Frondizi, el adelantado

Junto al régimen ilegal, los fusilamientos y la represión de la clase obrera, se inició en el ’55 un rotundo cambio de timón en la dirección política del Estado. Era necesario encontrar una fórmula viable para sostener el patrón acumulativo de los nuevos tiempos.

Pero ni los teóricos de la CEPAL, reunidos alrededor de Raúl Prebisch, ni los viejos liberales, lograron descifrarla.

Fue el líder de la Unión Cívica Radical Intransigente, Arturo Frondizi, quien descubrió la clave del éxito: crear un nuevo pacto social que aliente y usufructúe la radicación en la Argentina de empresas trasnacionales.

Bailando en la nueva ola

Así como la primera industrialización había nacido impulsada por la recesión europea —desde 1930, la crisis mundial impuso, durante varios años, la sustitución de importaciones industriales—, la nueva ola debía surgir de otra marea lejana.

Esta vez se trataba de la amenazante crisis de sobreproducción que se cernía sobre los países más avanzados, obligados por esta razón a exportar capitales y mantener así la tasa media de ganancia.

El segundo gran momento del desarrollo industrial y energético había llegado, según sostenían los técnicos y propagandistas —el último sobreviviente de esta camada es Aldo Ferrer— que pronto comenzarían a llamarse “desarrollistas” (aunque el copyright teórico del desarrollismo reportaba ya algunos años).

Tanto Perón, desde su exilio madrileño, como la debilitada Sociedad Rural y el empresariado vernáculo, comprarían —cada uno a su turno— el modelo que se iba a instalar en 1958, aprovechando los votos peronistas y la complicada interna militar.

Los centauros y la morsa

Las predicciones arrojadas por Arturo Frondizi en 1958 no tardaron en cumplirse: un flujo inusitado de inversiones extranjeras inundó la economía argentina.

Pero fue una corta historia de amor. La victoria electoral del peronismo bonaerense en 1962 puso en alerta al establishment, que decidió confiar su tranquilidad al recientemente unificado Partido Militar.

Frondizi fue expulsado de la Casa Rosada. Tras un fallido intento de camuflaje en el breve gobierno de Arturo Illia, la llamada “Hermandad de Caballería” —ahora fortalecida por la victoria sobre el bando de los Colorados— se encargó de hacer efectiva la fórmula desarrollista.

La “Hermandad de Caballería” estaba integrada por los mismos generales de apellidos ilustres (Lanusse, Villegas, López Aufranc, Sánchez de Bustamante, Uriburu, de Alzaga, entre otros) que se habían opuesto, sistemáticamente, a los conatos y planteos de sus colegas de arma contra Frondizi.

¿Acaso simpatizaban con el desarrollismo? Seguramente. Pero no por cuestiones, precisamente, de orden teórico. La gran mayoría participaba, por herencia familiar, de grandes negocios y pretendían renovarlos desde el Estado, asociándose al capital extranjero.

Johnny Bigote y su ministro estrella

El teórico y ejecutor de la nueva etapa será Adalbert Krieger Vasena, segundo ministro de Economía bajo la presidencia del general Juan Carlos Onganía (inaudito nacionalista e introductor de los Cursillos de Cristiandad en la Argentina).

Durante su gestión, se consolidaron las corporaciones extranjeras, gracias a la reducción del 50 por ciento de las barreras aduaneras y la anulación de los últimos vestigios de legislación proteccionista; la devaluación del peso; el mantenimiento de los salarios a niveles de subsistencia; la desaparición de toda forma política o presupuestaria de federalismo y la creación de las hoy famosas retenciones agropecuarias.

El proyecto consistía, básicamente, en financiar la radicación de empresas extranjeras con los recursos del Estado argentino y el capital nacional.

Tal como lo ha señalado el historiador Rafael Cullen: “Mientras se expandían las grandes empresas trasnacionales y el PBI crecía, miles de empresas fueron a la quiebra. Entre 1966 y 1973, 11.600 empresas, del agro, la industria y el comercio, se declararon en quiebra”.

“En esta etapa —continuamos citando a Cullen—, el capital monopolista se convirtió en dominante dentro del bloque de poder. Numerosas empresas locales pasaron a participar como accionistas del grupo ADELA con lo que se registra la presencia conjunta de capitalistas locales y extranjeros en los directorios de las empresas, asociaciones industriales, foros e institutos de investigación y planificación, lo que aumenta los compromisos y la ligazón del patrón de acumulación regido por el capital trasnacional”.

El modelito de ADELA

ADELA era la Atlantic Community Group for the Development of Latin America, donde se agrupaban importantes corporaciones trasnacionales, y donde Krieger Vasena manejaba la batuta.

Las principales empresas integradas por ADELA fueron Astra, Loma Negra, Pérez Companc, Bunge y Born, Techint o Torquinst, entre otras. En un antecedente directo de la “argentinización”, que habrá de operarse años más tarde, las empresas promovidas por el Estado Nacional quedarán articuladas en el esquema del capital monopolista por muchos años. (Incluso algunas mantienen su liderazgo hasta nuestros días).

Por su lado, los integrantes de la élite gobernante —o sus familiares, aliados y testaferros— irán incorporándose en el directorio de las corporaciones trasnacionales, gracias a esta peculiar “integración” del capital nacional a los holdings promovidos por el Palacio de Hacienda.

Los amigos fundadores

Entre los casos destacados de jefes militares que participaron del nuevo escenario de negocios instalado por la autodenominada “Revolución Argentina” en 1966, figura el rutilante general Alejandro Agustín Lanusse.

Comandante en Jefe del Ejército desde 1968—luego será Presidente de la Nación—, Lanusse distribuye hermanos, primos y sobrinos a lo largo de todo el padrón empresario. Entre ellos, destaca su primo, el Jefe del Regimiento de Granaderos, Enrique Holmberg Lanusse, que ocupará la presidencia de Swift (integrante del grupo Deltec) y de Field Construcciones S.A.

Pero no siempre la sorpresiva vocación empresaria en los ámbitos castrenses requería de intermediarios. Rogelio García Lupo en su clásico “Mercenarios y monopolios en la Argentina” destaca al general Manuel Iricibar, intendente de Buenos Aires, que alistaba en el directorio de la hilandera Cordorsed S.A.; y al director de la Escuela Superior de Guerra, general de Brigada Delfor Otero, quien acompañaba al presidente de Boca Juniors, Alberto J. Armando, en las operaciones comerciales de Ford Motor Co. (Las automotrices y sus personeros locales, ¿serán un estigma xeneize?).

Tampoco puede dejar de recordarse la escandalosa incorporación del propio Comandante en Jefe de la Marina, Pedro Gnavi, a la empresa comercial Maryden S. A., integrante del pool capitaneado por el naviero norteamericano Granville Elliot Conway.

Años más tarde, el secretario Legal y Técnico del gobierno de Onganía, Roberto Roth, recordará “la relativa impudicia con que los ministros y funcionarios abandonan los despachos oficiales para ubicarse en los puertos de comando de las empresas cuyas pretensiones inmoderadas presumiblimente debían mantener a raya (...)”.

La nueva era desarrollista estaba en marcha. Su primera dificultad fue la rebelión de los excluídos del modelo: se rebelaron con furia las provincias, los obreros y la juventud de clase media. Pero, a pesar de las luchas, el frente interclasista nacional no logró reconstruirse. Ni siquiera con el retorno de Perón.

En 1976, azotada por despiadadas técnicas de homicidio y domesticación social, la Argentina iniciaba la definitiva reconversión del aparato productivo.

¿Capitalismo de amigos o amigos del capitalismo?

¿Por qué hemos elegido a la Revolución Argentina para señalar el origen de lo que denominamos, eufemísticamente, el “capitalismo de amigos”?

¿Acaso no hay otros antecedentes, en el siglo XX, de grupos empresarios locales o extranjeros protegidos y auspiciados por el Estado argentino, en claro antagonismo al interés nacional y al bien común?

Por supuesto que sí. Manuel Quintana o Roberto Ortiz, por ejemplo, llegaron a la Presidencia de la Nación ostentando cargos o asesorías en compañías británicas. El novelista Manuel Gálvez, al hablar del gabinete de José Félix Uriburu, decía: "Llama la atención que tres de los ocho ministros estén vinculados a las compañías extranjeras de petróleo, y todos, salvo dos o tres, a diversas empresas capitalistas europeas y yanquis".

Y podríamos ofrecer muchísimos ejemplos más. Pero la coyuntura que hemos abordado marca una diferencia crucial en varios sentidos.

En primer lugar, porque sustituye y revierte a la única experiencia de capitalismo nacional, maduro y autocentrado en nuestra historia.

Durante el primer peronismo, la burguesía industrial de capital nacional fundaba su hegemonía en la inclusión de los sectores populares, como el proletariado. Su régimen de acumulación estaba ligado, en consecuencia, al progreso de las fuerzas productivas autóctonas.

Dicho en otras palabras: todo lo bueno de las florecientes empresas industriales, comerciales o agrícolas era bueno para los argentinos, recurriendo a la espontánea teorización de Charles Wilson antes citada. (La presencia de Miguel Miranda en aquel gobierno es, en cuanto a orientación hegemónica, la contracara de los posteriores funcionarios “por empresa”).

Segundo: cuando Perón es derrocado, el capital monopolista se encuentra en plena expansión en el mundo. Se trata de una forma avanzada, superior, de la explotación sobre los pueblos de menor desarrollo, en la expansión de la producción capitalista a escala mundial.

En tal expansión —es importante aclararlo—, el Estado, en los países centrales, actúa como el ejecutor y protector de los poderosos holdings industriales, extractivos o comerciales. (Por si queda alguna duda, recordemos al mismo Wilson —y a la General Motors— a cargo de la Secretaría de Defensa).

A este paradigma internacional, hoy en proceso de reacomodamiento, responde el modelo instaurado por Krieger Vasena y el Partido Militar en la Argentina. Por ello, tiene un carácter de transformación estructural y readaptativa de la condición semicolonial de nuestro país.

Fue una refundación de nuestra dependencia; una reinserción periférica, en cuya implementación están comprometidos los últimos cuarenta años de historia nacional, en distintas etapas (algunas trágicas), de acuerdo al cambiante escenario regional y mundial.

Epílogo

En las últimas décadas, las articulaciones, crisis y reordenamientos del bloque dominante en la Argentina han modelado las diversas estrategias de hegemonía. De ellas devienen las discursividades o gestualidades de cada período: totalitarismo, progresismo, liberalismo o populismo.

Formulaciones que acompañan los cambios operados en los mecanismos de rentabilidad o en “la forma de hacer negocios”, usando palabras de un ambivalente diputado nacional.

Mecanismos que han adoptado la forma de la valorización financiera del capital o las promociones industriales; de las privatizaciones, estatizaciones y salvatajes de empresas; de la transferencia de deudas y toma de créditos internacionales; de la promoción de tecnologías, etc. (En los últimos años, ha predominado la subvención de exportaciones primarias).

Si se los revisa detenidamente, se notará que siempre, inevitablemente, tienen a las corporaciones, a su dinámica de acumulación, como destino final.

Es que no podrá ser de otra manera mientras permanezcan vigentes las bases del modelo creado en los ’60 y reinstalado brutalmente en los ’70. Porque esa dinámica es la del propio sistema económico mundial, al que nuestro país se conecta a través del modelo, sus beneficiarios y articuladores locales.

Es la dinámica de la transferencia de riquezas, desde la periferia hacia el centro de dicho sistema internacional en la etapa del capital monopolista. (Y no hay forma más precisa para decirlo, aunque suene a pedantería de marxismo académico).

Se trata de una dinámica, voraz e insaciable, que inevitablemente se repite en sus formas. A pesar que el barniz ideológico y el marketing político, simulen aparentes diferencias entre el antiguo y el actual “capitalismo de amigos”.
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